miércoles, 5 de agosto de 2009

Saint Lazare


Aquel día la estación de Saint-Lazare estaba especialmente bulliciosa. El humo de las locomotoras subía hasta el techo de cristal y metal oscuro, a forma de inmensas nubes blancas que se han colado en el edificio. En el andén había muchas personas: algunas se saludaban con gran alegría, abrazándose y gritando de felicidad; otras se despedían con un ligero apretón de manos o un beso disimulado. Había una madre que lloraba desconsolada por ver como su hijo pequeño se marchaba de París para combatir en una guerra que no pintaba nada bien para el bando francés. No sabían cuándo se volverían a ver, ni siquiera si aquello iba a suceder realmente.
Y en una de los delgados pilares metálicos de la estación estaban dos jóvenes de pie, sin hablar. Gustave miraba a Charles y suspiraba; Charles hacía lo mismo, suspirando a la par que su acompañante.
- No te vayas – pidió Charles por última vez.
- No voy a volver a responder eso – replicó el otro mientras se encendía un cigarrillo – Tengo que irme al pueblo. Llevo demasiado tiempo en París.
- Nadie te espera en el pueblo, Gustave.
- ¡Eres tan terco!
- Es parte de mi encanto.
Los dos sonrieron sin ganas, sin mostrar los dientes. Charles fue el primero en dejar de sonreír. Recordaba aquella noche, la única noche en la que se atrevieron a quererse. Charles reacordaba la única luz de aquella habitación, una vela casi sin lumbre, la suficiente para poder intuirse con la mirada. Podía sentir de nuevo el frío de la noche diluido en absenta y desinhibición, que dejó paso al calor sin preguntar. No se pararon a pensar en lo que hacían, no importaba que estuviera prohibido. Sobre todo, no importaba que a Charles le esperara su mujer embarazada (sin haberla tocado él… un milagro médico), aunque el no confiara del todo en que fuera así. Finalmente volvió a sentir el aliento de Gustave en su rostro. Era demasiado.
- Vale, vete – concluyó – Sólo quiero que me digas si te importó.
- ¿El qué?
Charles se quedó en silencio ya que se había acercado un señor vestido como un burgués, luciendo un bigote poblado y un traje impecable. Gustave esperó paciente a que el señor se marchara a pesar de imaginarse qué le estaba pidiendo aquél joven de ojos grises. Charles había cambiado mucho desde aquella noche, demasiado. Se le veía… ilusionado. Antes Gustave notaba que su amigo llevaba una vida insulsa, tenía una mujer que no le quería y le era infiel, a pesar de que eso a Charles le importaba más bien poco; trabajaba en el negocio familiar, una zapatería muy pequeña con clientes contados, un trabajo que le ahogaba, por el que no sentía alguna pasión. Gustave era el único que conocía el amor que sentía Charles por la poesía. Al ser Gustave de familia algo más acomodada, con propiedades en el campo, podía comprarle a su amigo revistas literarias que Charles escondía celosamente. Su mujer era el tipo de persona que pensaba que la poesía era de bohemios que no quieren mover un dedo. La presión de su mujer era suficiente para que Charles dejara la escritura aparcada. Aunque, más que la prohibición, era la falta de ganas de escribir. Charles no encontraba a su musa en su casa.
- He vuelto a escribir poemas – dijo Charles tímidamente una vez que el señor burgués se alejó.
- ¿Ah, sí? – Gustave no sabía dónde meterse – Creía que no te quedaban fuerzas ni inspiración para escribir más.
- No lo entiendes.
- ¿Qué hay que entender?
- Son poemas sobre ti, sobre mí, sobre los dos…
Gustave no supo que decir. Finalmente, Charles volvió a preguntar:
- Gustave, ¿te importó?
Justo en ese instante, una gran y espesa nube de humo blanco flotó perezosamente hacia la fina columna metálica. El tren silbó furiosamente. Ya era la hora de irse. El humo tapó momentáneamente a Charles y Gustave, momento que éste último, en un arrebato, se lanzó en brazos de Charles y le besó. Fue un beso corto, tímido y sin respuesta, ya que pilló a Charles completamente desprevenido. Fue un beso que resumía aquella noche, un beso recordatorio y un beso de conclusión. Charles supo que no tenía oportunidad de devolverle el beso, la nube ya les había abandonado y estaban a descubierto, pero el beso que Gustave le dio era la respuesta que necesitaba.
- Te escribiré una carta cuando nazca el bebé – dijo Charles – Y te mandaré junto a ella los poemas, si quieres.
- Por favor – contestó Gustave con una sonrisa.
El tren volvió a silbar.
- ¿Tienes que irte?
La mirada de Gustave sirvió para responder a Charles. Se iba, no había vuelta atrás. Era imposible que, en el caso de que se quedara, aquello saliera bien. París nunca sería la ciudad del amor para ellos.

Cuando Gustave subió al tren y se volvió a despedir por la ventana, le pidió a su amigo que no dejara de escribir y que lo visitara pronto. Charles no supo con certeza si podría hacer las dos cosas. No pudo prometerle nada, y se odió un poco a sí mismo cuando el tren se alejó y con él, su única fuente de inspiración. Hubo algo que no le dijo: los últimos poemas no eran los únicos que había escrito para él. Es más, toda palabra que Charles escribía, la plasmaba pensando en Gustave.
Charles se dio la vuelta y empezó a caminar por las calles de París hasta llegar a su casa. Su mujer no estaba dentro, algo común. No la echó de menos, simplemente se sentó en su escritorio de madera vieja, sacó las revistas literarias que Gustave le había regalado a medida que pasaba el tiempo y se dedicó a leer durante toda la tarde, pensando en Gustave. Y esperaba con cierto desanimo que Gustave también pensara en él.

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